Como piezas de ajedrez somos conducidos a una lucha de la cual no somos conscientes. Aquellos que poseen el poder nos mueven al ritmo de su cantar. Un cantar agitado por el dinero. El cual desentona dentro del bolsillo de algún político corrupto, empresario despiadado o estafador compulsivo.
Nuestro objetivo, como peones de este tablero, es despejar aquel peligroso caminó que lleva a la riqueza. Dejándonos la vida, en muchos intentos, para que los avariciosos se lucren posteriormente. Ya que en el ajedrez nunca gana la ficha, que débilmente se mantiene en pie, sino gana aquel que la manipula para conseguir la victoria. Gana aquel que se permite perder su gran ejercito para lograr enriquecerse de las desgracias ajenas e, incluso, de las mutuas. Es entonces, cuando tras derrotar al adversario. Esta persona, ansiosa de lujos, se da cuenta que realmente no ha ganado nada.
Vivimos en una sociedad capitalista, dirigida por la riqueza y la avaricia. Los billetes y monedas nos rigen con puño de hierro. Nos implantan la absurda idea de que estos dan la felicidad. Y que si no tienes los suficientes como para tener que abrir una cuenta en algún paraíso fiscal, no eres de importancia para el estado. Pero, si lo pensamos bien, únicamente son frágiles papeles. Sí, papeles que hasta la lluvia puede romper con una de sus gotas. Papeles que cuando nosotros seamos ceniza, estos posiblemente también.
Quien tiene la billetera más llena no vive más. Quien disfruta de una cuenta en Suiza no sufre menos, ni siente lo bastante como para ser eternamente feliz. Quien se gasta cientos de euros en un abrigo de piel no se moja menos cuando la llueva cae. Quien se cree alguien por su riqueza, realmente, no es nada sin ella.