Miro las caras de mis compañeros intentando no llorar. Sus facciones son distintas, ya no son unos niños, han crecido. Pasan del metro y medio, aunque antes pareciera imposible. Hablan de temas con sentido y sus voces son más graves de lo que eran. Muchos ya se afeitan y otras se maquillan (mascara de pestañas, pintalabios, sombras de ojos y otras tonterías). Ahora tienen grandes aspiraciones, han dejado astronautas, cantantes y princesas atrás. Quieren ser personas respetables: abogados, periodistas, militares, diseñadores o padres de familia. En sus ojos un recuerdo, el más grande que han vivido. Todas aquellas experiencias que hemos compartido. Tantas locuras, primeras veces, amores, paranoias, desgracias, alegrías y estupideces ahora quedaran en el recuerdo y puede que más adelante en el olvido.
Es el fin de otra etapa y esta vez somos lo suficientemente maduros para entender lo que esto conlleva. Juntos nos hemos convertido en las personas que queríamos ser. Pero, ahora, es posible que no nos volvamos a ver, es posible que perdamos el contacto, que el destino de cada uno nos lleve por caminos distintos. Y que, más tarde, para los demás, sólo seamos nombres que alguna vez han existido. Nombres guardados en un recuerdo hecho añicos por el paso del tiempo. Pero, aun así, seguiremos siendo conscientes de que estos nombres, aunque no sepamos de dónde vienen o dónde han ido, han formado parte de una etapa fundamental de nuestra vida.
Porque hay que seguir adelante, conocer gente nueva y vivir sin pensar en lo que hemos perdido. Ya que las amistades y las aventuras vividas con estas no se pierden.
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