Un ser de facultades más elevadas necesita más para ser feliz
(probablemente es capaz de sufrir más agudamente) y, con toda seguridad, ofrece
más puntos de acceso al sufrimiento que uno de un tipo inferior. Pero, a pesar
de estas desventajas, nunca puede desear verdaderamente hundirse en la que él
considera un grado inferior de la existencia.
Podremos dar la explicación que queramos de esta repugnancia. Podremos
atribuirla al orgullo. Podremos reducirla al amor de la libertad e
independencia personal. Podremos atribuirla al amor al poder o al amor a las
excitaciones, los cuales realmente contribuyen y entran a formar parte de ella.
Pero su denominación más apropiada es el sentido de la dignidad... el cual es
poseído, en una u otra forma, por todos los seres humanos. Aunque no en exacta
proporción con sus facultades más elevadas... Esta constituye una parte tan
esencial de la felicidad de aquellos en quienes es fuerte, que nada que choque
con él puede ser deseado por ellos, excepto momentáneamente.
Todo el que supone que esta preferencia lleva consigo un sacrificio de la
felicidad (que el ser superior, en circunstancias proporcionalmente iguales, no
es más feliz que el inferior) confunde las ideas bien distintas de felicidad y
satisfacción. Es indiscutible que los seres cuya capacidad de gozar es baja,
tienen mayores probabilidades de satisfacerla totalmente. Y un ser dotado
superiormente siempre sentirá que, tal como está constituido el mundo, toda la
felicidad a que puede aspirar será imperfecta. Pero puede aprender a soportar
sus imperfecciones, si son de algún modo soportables. Y éstas no le harán
envidiar al que es inconsciente de ellas, a no ser que tampoco perciba el bien
al cual afean dichas imperfecciones.
Es mejor ser un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho. Es mejor ser
Sócrates insatisfecho, que un loco satisfecho. Y si el loco o el cerdo son de
distinta opinión, es porque sólo conocen su propio lado de la cuestión. El otro
extremo de la comparación conoce ambos lados.